El sonido de los tambores era el que más llegaba a su corazón. El ritmo sincronizado de las baquetas y la formación disciplinada de sus compañeros lo inspiraban a querer participar en la banda de guerra desde que entró a la primaria, pero él no tenía tambor; la escuela les prestaba tambores y trompetas para que ensayaran, y ya no había ninguno disponible; además, los que estaban en la banda de guerra eran niños con más experiencia, y sería muy difícil que cedieran su lugar hasta el año siguiente.
Aquel niño en verdad tenía la voluntad de tocar un tambor. Cada vez que veía y escuchaba la banda de guerra en los honores a la bandera, la piel se le enchinaba, como la de las gallinas, y sentía vibrar un sentimiento humano por su país.
Aprendió a tocar con unas baquetas improvisadas y unas latas grandes. El sonido no se igualaba al de los tambores, pero él tenía tal disciplina y el gusto por hacerlo, que al escucharlo se apreciaba su sentido del ritmo.
Los papás, al ver el entusiasmo de su hijo cuando tocaba el tambor, decidieron apoyarlo para que participara en la
banda de guerra. Si no hicieran falta tambores para la banda, no habría ningún problema; sin embargo, con la cantidad limitada, no sería justo quitarle el instrumento a otro integrante.
El niño llegó a un acuerdo con sus papás y el coordinador de la banda de guerra, él usaría sus ahorros y sus domingos para comprar un tambor y, cuando lo hiciera, podría participar.
A tan corta edad, ese niño aspiraba a uno de sus más grandes sueños que por más pequeño que pudiera parecer a los ojos de los demás, para él significaba mucho, poder comprar el tambor que necesitaba. No le fue difícil ahorrar la cantidad necesaria para adquirirlo; aunque en ocasiones privarse de otras compras parecía difícil, tuvo la firme decisión de seguir haciéndolo.
Un día, con el apoyo de sus papás y su perseverancia, compró el tambor que tanto le había costado. La emoción que lo embargó llenaba su rostro de felicidad y regocijo.
La primera vez que participó en la banda de guerra, sentía que había cumplido el mayor sueño de su infancia; una
lágrima rodó por su mejilla. Sus papás fueron a verlo en los honores a la bandera de su primaria; se sintieron muy
orgullosos de él, había aprendido a tocar sin un tambor y, ahora que lo tenía, cumplía su sueño.
Con el paso del tiempo, el tambor se hacía cada vez más viejo, pero el sonido que transmitía al compás de las trompetas era el mismo que el de la primera vez.
Antes de que él saliera de la primaria, se alistaban los nuevos niños que entrarían a participar en la banda
de guerra y la misma situación se repetía: hacían falta tambores.
Al principio, el niño reconoció que ése era su tambor y, no tenía por qué donarlo a la banda de guerra; después
pensó en los momentos en los que se había sentido triste porque no podía participar y llegó a la conclusión de que
el objeto en sí no era lo más importante, sino la acción de participar y hacer lo que quería por medio de su tambor.
Él lo había disfrutado y deseó que los demás también pudieran hacerlo; miró a una niña triste, se acercó y le dijo
que ése era su tambor, que le diera el mejor uso y que lo cuidara. El niño esperaba que en un futuro ella hiciera la
misma acción que él y le donara su tambor a alguien que lo necesitara.
En el fondo, sabía que si las circunstancias no se hubieran dado, su sueño no habría sido tan especial. Si desde el principio hubiera habido tambores disponibles, no hubiera tenido la necesidad de comprarlo; pero él lo había conseguido con su esfuerzo y eso hacía que aquel objeto tuviera un valor muy especial, pues le había pertenecido y le había permitido cumplir su sueño.