Mi papá, con sus pocos conocimientos sobre las antiguas tribus, me contó una historia antes de dormir. —Cuenta una antigua leyenda que antes de la conquista de México, vivieron heroicos personajes que los libros de historia no narran, porque sus vidas se fueron olvidando.
—Pero esta noche te contaré una increíble historia— decía mi papá con énfasis mientras me acomodé en la cama para dormir. —En el norte de nuestro país, vivió un niño que perteneció a una tribu nómada de apaches. Eran considerados los guerreros más valientes e indomables; usaban el arco y la flecha como armas. Su vestuario, al igual que su penacho, estaban detallados con coloridas plumas de aves silvestres.
Se dedicaban a la caza de bisontes y antílopes, y sus ceremonias o bailes festivos se realizaban con la finalidad de conmemorar eventos especiales que sucedían una vez en la vida.
Un rito muy importante para ellos era cuando los niños alcanzaban la madurez. En esa ceremonia, como cuentan los historiadores, a los varones se les daba una pluma que obtenían por su valentía o sacrificio.
Un grupo de niños se preparaba para dar ese paso en su vida, pero, un día antes de la ceremonia, su comunidad fue invadida por otra tribu. Los guerreros más audaces salieron a defender a sus familias.
En unos instantes, los invasores prendieron fuego a la comunidad y tomaron como prisioneras a varias personas, entre ellas, al niño del que vamos hablar. Todos serían sacrificados al día siguiente, pero las familias de los apaches prisioneros no sentían miedo, tampoco la del pequeño apache, ni siquiera los niños.
No contuve mi enojo e interrumpí a mi papá diciéndole que sería injusto que lo mataran e, incluso, que lo hirieran, porque todos merecían vivir. Él me miró con suspicacia y prosiguió la historia —Los apaches son reconocidos por su habilidad de escabullirse, ser ágiles y veloces; pero el pequeño apache, que apenas pasaría a la madurez, sería recordado por otras virtudes.
Cuando la tribu enemiga se acercó al pequeño apache, le preguntaron con arrogancia si sentía miedo, a lo que él respondió con fulgor en sus ojos que no, pues el viviría. Ante la seguridad del niño, el jefe de la tribu le preguntó cómo haría eso.
El pequeño respondió que si los mataban, la enemistad de ambas tribus persistiría por siempre, porque ambos sabían que los apaches no habían cometido ningún ataque anterior en su contra. Si respetaba su vida, como la de su tribu, la seguridad y la tranquilidad prevalecerían entre ambas familias.
La molestia del jefe enemigo creció aún más y pidió que el pequeño fuera sacrificado primero, pero el niño le respondió que defendería a los apaches enfrentándose a él. Al líder le pareció bien la idea, pues creía que no tenía nada que perder.
La pelea comenzó y, para sorpresa de muchos, la astucia del niño le ganó a la fuerza de un hombre lleno de ira. Las familias de los apaches fueron liberadas. Las tribus vecinas no volvieron a dudar de la fuerza, la astucia y la valentía de los apaches.
Los apaches defendieron su territorio y sus familias, al igual que sus creencias y no se sometieron a la voluntad del enemigo.
Sin embargo, las palabras de aquel joven apache debían ser recordadas, porque las personas olvidan que todos tenemos derecho a la vida. —Me gustó la historia del apache— le dije a papá, minutos antes de dormir. Él me cobijó y me contestó que nunca olvidará lo hermosa que es la vida.