Cada vez que me detengo a mirar a mí alrededor, encuentro un mundo muy interesante, donde los animales e incluso las cosas que consideramos más insignificantes poseen un valor que los hace únicos y que nos enseña a ser mejores.
Mis papás me llevaron con mis tíos a tomar un descanso de una semana; viven en un gran rancho y podría disfrutar ahí mis vacaciones. Ellos no tienen hijos, pero sé que si los hubieran tenido, los habrían querido tanto como a mí.
Muchas personas creen que la vida en el campo es muy tranquila, pero, en realidad, siempre hay trabajos que realizar como ordeñar las vacas, recoger los huevos que puso la gallina, darles de comer a los puerquitos, sacar a los patos al lago, cepillar a los caballos, limpiar las caballerizas, cosechar los árboles frutales y, además, mantener la casa en orden.
La escuela había sido muy agotadora y pensé en disfrutar las vacaciones de verano comiendo un sabroso coctel de frutas bajo la sombra de un árbol. Después de varios días de relajarme y descansar, mi tía se acercó y me dijo: —Espero que hayas descansado lo suficiente. Tu tío y yo queremos enseñarte las labores del campo. De esta manera, aprenderás el valor del trabajo y, cuando vuelvas a descansar, lo disfrutarás plenamente.
Después de despertarme muy temprano, entendí lo que mi tía me dijo: “Ayudar hace que valoremos aún más a nuestros papás, quienes siempre nos atienden con una sonrisa todas las mañanas, a pesar de que están cansados por haber lavado y planchado nuestra ropa o haber pasado un arduo día de trabajo en la ciudad o en el campo”.
Probar bocado de la comida que preparas tiene un sabor delicioso, aunque la sopa aún esté simple, e, incluso, comer la fruta que la familia cultiva y cosecha sabe mejor.
Todos los niños y las niñas deberían tener una experiencia similar a ésta, pues cocinar no es una actividad que se limite a las mujeres. Cepillar a los caballos es un trabajo digno de quien tenga voluntad de hacerlo.
Si al principio hice las cosas a regañadientes, al finalizar la semana, me desperté antes de que el gallo cantara y el sol saliera. Me dispuse a ayudar en las actividades que me asignaban. Cada vez había más experiencias, como ver nacer un becerro y preparar un postre con frutas del campo.
Una tarde, mis tíos se acercaron y me dijeron que se sentían muy contentos de que los hubiera ido a visitar, que en realidad no sabían cómo reaccionaría con la experiencia de trabajar en el campo, pero se sentían agradecidos de que les hubiera ayudado.
Mi tío sacó un pequeño estuche de su bolsa, lo abrió frente a mí y admiré el presente: era una medalla que tenía tallado un gallo, pintado de vivos colores; hermoso, brillante y reluciente.
Mis tíos me dijeron que era un pequeño regalo como muestra de su gratitud, pues les había ayudado y, al igual que el gallo, había aceptado levantarme cada día y permanecer con actitud positiva. Entonces, finalmente comprendí lo que era ganarse un verdadero descanso.
Éstas no fueron las vacaciones que había pensado. De ahora en adelante, disfrutaré al máximo cada momento libre que tenga. Apreciaré que, después de cada jornada de trabajo, reciba una recompensa. Un alimento preparado con amor o una cama calientita son una gran dicha.