Los dos hermanos tenían una enorme pecera en su casa que estaba llena de hermosos peces y piedritas de colores. Sus papás les habían enseñado a limpiarla de vez en cuando y a alimentarlos diariamente.
Al observar por un instante la pecera transmitía gran tranquilidad y paz. Mirar a los peces en movimiento como un cardumen en el mar causaba una sensación cálida llena de vida. Entre todos éstos, había uno naranja muy grande y bonito; había vivido en esa pecera desde que era muy pequeño y ahora crecía conforme a su naturaleza.
Una tarde en la que sus padres regresarían en la noche, los niños se quedaron solos en su casa y no encontraban modo alguno de entretenerse, hasta que a uno de ellos se le ocurrió una gran idea: ambos jugarían a pescar, pues habían visto en televisión programas muy interesantes sobre la pesca y, en su casa, tenían unas pequeñas cañas de juguete, sólo debían encontrar el anzuelo perfecto.
Por un momento, todo parecía estar bien. Tiraron la caña dentro de la pecera, esperaban que su presa cayera, hasta que el pez naranja mordió el anzuelo; habían pescado su trofeo. De pronto, el juego dejó de ser divertido. Un sentimiento de amargo dolor y nostalgia invadió sus corazones.
Cuando intentaron rescatarlo, nada resultó bien y, por poco, la pecera se rompe. Rápidamente sacaron al pez atorado en el anzuelo y lo colocaron en otro recipiente; como no podían librarlo de su sufrimiento, decidieron esperar a que sus papás llegaran.
Pensaban en el gran regaño que recibirían por no haber pensado en las consecuencias; más aún, por causarle daño y dolor a un ser vivo, al que le habían dado cuidado y cariño.
Afortunadamente sus papás llegaron antes de lo habitual. Los niños, con lágrimas en los ojos, les suplicaron que salvaran al pez naranja, pero ya era demasiado tarde.
Después de que sus papás lo liberaron y le dieron una digna despedida, se sentaron frente a sus hijos en un silencio solemne. Pensaron en las razones que habían llevado a sus hijos a hacer una travesura tan cruel, pues creían que los habían educado correctamente.
Sin embargo, los niños fueron escuchados. El mayor, quien fue el de la idea, expresó que no había tenido la intención de lastimar a los peces, mucho menos al naranja. Actuaron sin pensar y él aceptaba su culpa.
Su hermano menor aceptó haber sido cómplice y haber pensado que el juego era divertido. Ambos compartían la misma culpa y ninguno se escaparía del castigo que recibirían.
Sus padres, como un tribunal de jueces, establecerían el castigo. Miraron a sus hijos con cierta confusión. Jamás hubieran esperado que pescarían al hermoso pez naranja, pero comprendieron que habían actuado por imitación de las acciones que veían en los adultos, en la televisión u otros medios.
Los hermanos sufrían por las consecuencias de su travesura. No podían enmendar aquel error, pero lo recordarían por siempre, y esa experiencia les ayudaría a reflexionar.
Sus papás hicieron todo lo posible para ser imparciales y justos; sobre todo, para usar la igualdad en el castigo; así que evitaron regañarlos, pero les explicaron y enseñaron el valor de la justicia.
No los castigarían. Ésa sería una experiencia que les ayudaría, pues en un futuro, antes de actuar, pensarían en las posibles consecuencias de todas sus acciones; así no lamentarían errores como el que acababan de vivir, el cual superarían para no volverlo a hacer.